Ruth Padilla DeBorst
Lausana 4
Incheon, Septiembre 23, 2024
¡Buenas noches! Amigas y amigos, les cuento que intenté hablar en el idioma del cielo pero me dijeron que no iba a ser posible. ¡Lo siento! Al más puro estilo latinoamericano, debo traerles saludos de las comunidades que me han enviado aquí. De Casa Adobe, la comunidad cristiana intencional de la que mi esposo y yo formamos parte en Costa Rica. De la Fraternidad Internacional para la Misión como Transformación (INFEMIT), presente aquí entre nosotros. Del Western Theological Seminary en Holland, Michigan, donde enseño, y de la Comunidad de Estudios Teológicos Interdisciplinarios (CETI) en América Latina.
Sabía que se acercaba el final de su estadía en la tierra cuando aquella tarde se presentó en medio de sus discípulos. También sabía que estaban sorprendidos de verle vivo y sano, cuando apenas unos días antes le habían visto colgado de una cruz romana por alterar el statu quo. «La paz sea con ustedes», les tranquilizó mientras extendía sus manos heridas. «La paz sea con ustedes. Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes». Y sopló sobre ellos el Espíritu Santo (Jn 20:20-21). Según el evangelista Juan, estas fueron unas de las últimas palabras de Jesús a sus seguidores, una especie de encargo. «Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes».
Debemos, por lo tanto, preguntarnos: ¿Cómo fue enviado Jesús al mundo? No como un príncipe
real en un dorado trono romano, sino como el hijo de una mujer pobre y un trabajador manual
obligados a huir a una tierra extraña para salvar sus vidas. Enviado, no como sumo sacerdote en
un puesto de honor en el Sanedrín, sino como un maestro errante sin ningún lugar donde
descansar su cabeza. Enviado, no para ocuparse de ritos religiosos, sino, según sus propias
palabras, «para anunciar buenas noticias a los pobres, a proclamar libertad a los cautivos y dar
vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor»
(Lucas 4.18-19), el año del Jubileo, durante el cual se devolvían las tierras a sus dueños
originales, se liberaba a los esclavos y se corregían todos los agravios. Enviado para anunciar y
demostrar la verdadera naturaleza del gobierno justo, vivificador y sustentador de Dios, y para
formar una comunidad que hiciera lo mismo.
Ahora bien, la agenda de Jesús no surgió de la nada, ¡no! Inspirado por el Espíritu Santo, Jesús entró de lleno en la tradición profética que había acompañado al pueblo de Dios desde sus orígenes. En sus actitudes, palabras y acciones, vemos ecos de profetas como Miqueas, cuyas advertencias son tan aplicables hoy como lo fueron en los tiempos de Miqueas y de Jesús. El pueblo agricultor de Judea en los días de Miqueas sufría no solo la ansiedad ante la inminente invasión de fuerzas militares enemigas, sino sobre todo la opresión de élites gobernantes corruptas. Se les obligaba a pagar impuestos y a abandonar sus campos para construir ciudades para unos pocos ricos. Sus tierras eran expropiadas para alimentar la codicia de los ricos mientras eran desplazados a la fuerza. Sus jóvenes eran reclutados por el ejército y sus mujeres eran utilizadas como esclavas sexuales en la corte real. Lo peor era que estas injusticias se disfrazaban de religiosidad. Prácticas religiosas, ritos y sacrificios encubrían la corrupción social. Los falsos profetas hacían oídos sordos al clamor del pueblo mientras los sacerdotes se arrimaban a los ricos y bendecían las armas de la opresión. ¿Nos suena conocido algo de esto? Nos guste o no, una mirada honesta a nuestro mundo actual revela muchas de las mismas injusticias, brechas flagrantes que no reflejan la intención de Dios para el mundo que ama. Una brecha general en la justicia que deshonra a Dios es la desigualdad en la riqueza. Dios creó un mundo de abundancia, capaz de sustentar el florecimiento de la vida de todo el orden creado. Sin embargo, hoy en día, el 1% más rico de nuestro planeta posee la mitad de las riquezas de todo el mundo. Y mientras que la riqueza de los cinco hombres más ricos del mundo se ha más que duplicado desde el año 2020, casi cinco mil millones de personas se han empobrecido. La pobreza es la cara más visible de la injusticia.
Mientras tanto, demasiadas personas sufren la injusticia de la marginación y la disminución de oportunidades debido al racismo y la discriminación étnica. Por ejemplo, en Estados Unidos, las familias blancas tienen ocho veces más riqueza que las familias negras y cinco veces más riqueza que las familias hispanas. El racismo también influye en la injusticia medioambiental: aunque el cambio climático y la pérdida de especies afectan a todo el planeta, son las comunidades de color las que más sufren la contaminación del aire, el suelo y el agua, sin medios para aislarse de ella. Los residuos se descartan en el Sur global. El cambio climático está desplazando a millones de personas que huyen de incendios, inundaciones, huracanes que se intensifican y tierras desertificadas, solo para encontrar poca o ninguna acogida en el Norte rico, que es el responsable de su trágica condición.
Otra injusticia flagrante tiene que ver con la desigualdad de género. En general, las mujeres ganan menos que los hombres por el mismo trabajo; estamos sobrerrepresentadas en los empleos no calificados y de «escaso valor»; y tenemos muchas más probabilidades de ser víctimas de acoso y abuso sexual descarado. En las comunidades cristianas, aunque las mujeres componen el mayor número de miembros activos, los hombres ocupan abrumadoramente los puestos de liderazgo, mientras que a las mujeres se les restringe el uso de los dones que el Espíritu les ha concedido, por el mero hecho de ser mujeres. La discriminación también afecta a las personas con discapacidades físicas y mentales, limitando su salario y sus oportunidades en muchos ámbitos de la vida. Además, la brecha digital diferencia entre quienes tienen y quienes no tienen acceso a herramientas digitales como Internet, ordenadores y teléfonos inteligentes– significa que casi un tercio de la población mundial sigue desconectada de un mundo virtual y privada de las oportunidades que ustedes y yo damos por sentadas. La industria de la inteligencia artificial es propiedad de los mismos cinco hombres que mencioné antes y ellos controlan la información mediante los algoritmos. Por último, la máquina industrial de guerra sigue triturando personas y lugares, a menudo reforzada por teologías religiosamente ideológicas que relativizan la imagen de Dios en todas y cada una de las personas.
Ahora bien, si esta es la situación actual, ¿a qué está llamado el pueblo de Dios en presencia de realidades tan injustas? ¿Cuál fue el mensaje dado por Miqueas de parte de Dios a las personas poderosas de su tiempo, en medio de su estilo de vida religiosamente enmascarado e injusto? Miqueas primero le recordó al pueblo de Judea la intervención misericordiosa de Dios en su favor a lo largo de la historia. Luego les exhortó a recordar, a escuchar, a arrepentirse y a actuar según el carácter de Dios mismo. Por último, resumió las expectativas de Dios en la conocida pregunta que conocemos como Miqueas 6:8: ¡Él te ha dicho, oh mortal, lo que es bueno! ¿Y qué es lo que espera de ti el Señor?: Practicar la justicia, amar la misericordia y caminar humildemente ante tu Dios.
Lo que Dios exige del pueblo de Dios, entonces y ahora, ¡no es ningún secreto! La intención de Dios fue clara desde el principio y se aclara a lo largo de la Escritura, tanto para ellos como para nosotros. Mucho antes de los días de Miqueas, acerca de Abraham, Dios había dicho: «Yo lo he elegido para que instruya a sus hijos y a su familia, a fin de que se mantengan en el camino del Señor y pongan en práctica lo que es justo y recto» (Gn 18:19). Siglos más tarde, Moisés insiste al diverso grupo de esclavos liberados a los que la ley estaba moldeando en un nuevo pueblo: Y ahora, Israel, ¿qué te pide el SEÑOR tu Dios? Simplemente que le temas y andes en todos sus caminos, que lo ames y le sirvas con todo tu corazón y con toda tu alma, y que cumplas los mandamientos y los estatutos que hoy el SEÑOR te manda cumplir, para que te vaya bien (Dt 10.12-13).
Los profetas hacen eco constantemente de este llamado. Y Jesús lo hace explícito a sus primeros seguidores: «Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos» (Jn 14:15). No hay lugar para la duda. A Dios se le adora, no mediante ritos, fiestas religiosas y ni siquiera mediante el activismo misionero, prácticas todas ellas que pueden servir simplemente de máscaras, sino mediante la obediencia ética. Lo que hace que el pueblo de Dios sea tal no son expresiones superficiales de piedad religiosa, jerga «cristiana», jingles de adoración o teologías colonialistas que justifican y financian la opresión bajo el disfraz de alguna escatología dispensacionalista. ¿Cuáles son, entonces, los rasgos distintivos del pueblo de Dios? El resumen de Miqueas incluye tres llamados entrelazados. En primer lugar, la postura esperada en relación con Dios. El pueblo de Dios, tanto entonces como ahora, está llamado a «caminar humildemente ante Dios». Esto implica vivir en profunda reverencia hacia nuestro Creador, reconociendo nuestra fragilidad y nuestra total dependencia de Dios. Implica cuestionar cualquier otro poder que pueda desafiar esa lealtad y sumisión últimas. No hay lugar en esta imagen para equiparar las demandas de la nación o la etnia con las demandas del reino de Dios de justicia para todos. La humildad ante Dios nos abre a la obra del Espíritu, que nos inspira a amar lo que Dios ama, nos libera de nuestro orgullo autosuficiente y de las idolatrías que están en la raíz de la injusticia, y nos permite renunciar a nuestras estrategias humanamente concebidas, a nuestros complejos mesiánicos y a nuestras manías de gestores de misiones para que podamos ser enviados como lo fue Jesús, el Siervo Sufriente. Hoy estamos llamados a recordar, a escuchar, a arrepentirnos y a actuar con humildad, según el carácter mismo de Dios.
El segundo rasgo es «amar la misericordia». Esto apunta a la motivación central que debería subyacer a todas nuestras acciones: solidaridad y amor profundos. Exige desenmascarar nuestros impulsos egoístas y autoprotectores y permitir que la compasión de Dios nos mueva como pacificadores proféticos y a gritar a los cuatro vientos que no hay ideología tan correcta, religión tan santa, raza tan superior que justifique desfigurar la imagen de Dios en sus amadas criaturas. No hay lugar para la indiferencia hacia todos los que sufren el azote de la guerra y la violencia en el mundo entero, el pueblo desarraigado y asediado de Gaza, los rehenes retenidos tanto por Israel como por Hamás y sus familias, los palestinos amenazados en sus propios territorios, todos los que lloran la pérdida de seres queridos. Su dolor es nuestro dolor si somos el pueblo de Dios. Ser enviado al mundo como lo fue Jesús no es una receta para el ascenso social o la impermeabilidad frente a la crítica situación de nuestro prójimo o a los gritos de la tierra. Hoy estamos llamados a recordar, a escuchar, a arrepentirnos y a actuar con amor compasivo, según el carácter mismo de Dios.
El tercer rasgo de identidad del pueblo de Dios es la búsqueda de la justicia, la práctica de la acción socioeconómica y política por el bien común. Esto exige desenmascarar nuestro cómodo egoísmo en aras del bien de toda la comunidad. El modelo supremo para esta práctica no es otro que Dios, el Señor Soberano, como leemos en Deuteronomio 10:17-19: Porque el SEÑOR su Dios es Dios de dioses y Señor de señores; él es el gran Dios, poderoso y terrible, que no actúa con parcialidad ni acepta sobornos. Él defiende la causa del huérfano y de la viuda, y muestra su amor por el extranjero, proveyéndole alimentos y ropa. Así mismo deben mostrar amor por los extranjeros, porque también ustedes fueron extranjeros en Egipto. En este panorama no hay lugar para el silencio cuando a otros seres humanos se les roba el
hogar, la tierra, el sustento y la vida misma. Ni en la Judea de la época de Miqueas, ni en ningún lugar hoy en día. Por el contrario, para ser fieles a nuestra identidad, aquellos que –con temor y temblor– nos atrevemos a identificarnos como pueblo de Dios debemos dar un paso al frente, desenmascarando cualquier justificación religiosa de opresión, denunciando, lamentando y resistiendo con todos los medios a nuestro alcance. Oigamos las palabras de Jeremías: «Que no se gloríe el sabio de su sabiduría, ni el poderoso de su poder, ni el rico de su riqueza. Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe de conocerme y de comprender que yo soy el SEÑOR, que actúo en la tierra con gran amor, derecho y justicia, pues es lo que a mí me agrada», afirma el SEÑOR. (Jeremías 9.23)
Lejos de ser una mera construcción ideológica de alguna tendencia política, la justicia está en el corazón mismo de Dios y debería estar en el corazón de todo lo que el pueblo de Dios es y hace. Hoy estamos llamados a recordar, a escuchar, a arrepentirnos y a buscar la justicia, según el carácter mismo de Dios.
En verdad, algunos de nosotros podemos ser dotados y enviados a áreas enfocadas específicamente en el trabajo de justicia, defensa, diseño e implementación de políticas. ¡Que Dios nos bendiga en ese ministerio! Pero el mensaje de Moisés y de la Ley de Dios, de Miqueas y de los profetas, y del propio Jesús es que la búsqueda de la justicia no es una actividad añadida, opcional, que se deja a unos pocos especialistas. «Busquen primeramente el reino de Dios y su justicia», desafió Jesús a todos sus seguidores (Mt 6:33). En el diccionario del reino de Dios, la justicia se define como la restauración redentora de todas las cosas que están mal. La justicia trae reparación; reivindica a las víctimas. Esta definición contrasta fuertemente con el uso común del término, en el que «justicia» equivale a sistemas para mantener a los «malos» fuera del camino mediante el castigo, la represión y la muerte en cualquiera de sus muchas formas. La justicia de Dios es vivificante. Es una expresión del amor de Dios. La justicia, como rostro visible del amor, trae plenitud de la vida porque repara las relaciones entre las personas y Dios, las personas y otras personas, las personas y la creación, como fue en el principio. El fruto de la justicia es el shalom, la paz, el florecimiento de la vida y la realización de los buenos propósitos de Dios. Sin justicia, no hay paz verdadera y duradera.
Somos enviados como Jesús al mundo… Hoy estamos llamados a recordar, a escuchar, a arrepentirnos y a buscar la justicia, según el carácter mismo de Dios. A buscar el reinado de Dios
y su justicia. Que el Espíritu nos guíe a anhelar, buscar, trabajar y orar, como canales humildes y compasivos de la justicia de Dios, hasta que nuestro Señor regrese y la justicia y la paz finalmente se abracen.